lunes, 30 de junio de 2014

El placer de tu sexo.

Mis ojos cayeron sobre su cuerpo y pude ver como su boca se entreabría de inmediato para recibir a mi sexo. Fue una rápida actuación por su parte, la de abrirse paso a través de mis vaqueros y calzoncillos y sacar de esa cárcel de tela a mi hinchada verga que solicitaba sin palabra alguna las atenciones de la dama. Con sumo cuidado alcé su rostro y en sus ojos vi la determinación, así que si ella no tenía duda alguna de lo que estaba dispuesta a hacerme yo tampoco buscaría el valor necesario para impedirle seguir adelante.

El calor de la punta de su lengua fue como un torbellino de sensaciones, su saliva actuaba como un lubricante y cuanto más la lamía, más control sobre mí mismo tenía que ejercer para no perder los papeles y dejarme llevar por la fuerza del instinto primario que no atiende a razones y que se olvida de que a veces debemos disfrutar del momento para sentir el gozo con mayor deleite. Ni tan siquiera sabía su nombre, y aunque se lo hubiese querido preguntar no me hubiese podido responder debido a que su boca estaba demasiado ocupada con otra parte de mi anatomía en ese preciso instante. Creo que fue un gesto cruel por mi parte no saber cómo entonar debidamente cada vocal y consonante de su apelativo en mis labios, así que en mi mente la llamé por distintos nombres, todos ellos ajustados a su perfecta imagen.

Apoyé la cabeza contra la pared, cerré los ojos, ¿pues qué otra cosa podía hacer? Con sólo unos pequeños movimientos al cielo me hacía llegar, y por un instante creí que podía ser mía, sólo para mí, una mujer capaz de atarme a un lugar como aquel donde podría vivir sin añorar la esencia de los paisajes, el aire de las montañas en mis pulmones, el amargo sabor que deja la tierra cuando te caes de bruces contra el suelo en un rodeo. Oímos una voz quejándose en la habitación de al lado porque la radio no funcionaba como era debido, y el hechizo se hizo pedazos. Volver a la realidad fue como darse un baño de agua fría a diez grados bajo cero, pero no nos quedaba más remedio que aceptar que el lugar al que la había llevado no era el más apropiado para un encuentro como el nuestro.

Hablé, pero me dijo que nada le importaba ya, sólo quería que la hiciese mía, nada más. Y yo me lo tomé cómo una petición que no podía eludir así que, sin haberme quedado del todo satisfecho, levanté a la señorita del suelo y con cuidado la dejé sobre el catre mientras me quitaba la molesta ropa que entorpecía mis movimientos y no me dejaba ir más allá del cumplimiento moral que entre ambos se había gestado.

Me coloqué a su lado y la besé. Fue un largo beso, profundo y rudo, tal y como ella esperaba que lo hiciera; le di pequeños mordiscos con los dientes tirando de sus carnosos labios, teniendo el suficiente cuidado de no herirla ni hacerle daño. Pero cuando más pronunciaba, más vacías me parecían esas sensaciones que sobre el corazón quedan y de recuerdos llenan nuestra mente.

Es fácil perderse en los brazos de mujeres que como ella sólo buscan vivir una aventura pasajera. Esas damas a las que sólo rememoro de vez en cuando y que elijo aleatoriamente en mis recuerdos se vuelven más temprano que tarde confusas y borrosas y sólo dejan tras de sí una amarga ilusión que siempre prometo no repetir, pero sin darme cuenta vuelvo a caer cuando en la añoranza acabo siguiendo las huellas del pasado y torpemente me topo con ellas otras vez, con distintos nombres, caras, vidas, pero en definitiva todas iguales.



Akasha Valentine © 2014 Cartas a mi ciudad de Nashville. Todos los derechos reservados. 

lunes, 23 de junio de 2014

Desnuda ante mí.

  • Shally. - Su voz azarosa y sus dubitativas palabras nacieron en su garganta, sí, pero al inicio de su boca se detuvieron fingiendo ser impronunciables por sus labios.

Las yemas de los dedos de ella le tocaron con suavidad ascendiendo por su cara hasta que su rostro quedó pegado contra su frente y John pudo al fin paladear el dulce sabor que produce el descanso de la tranquilidad.

  • John.

Al oír su nombre en su boca no pudo evitar besarla con un fervor desmedido, valorando a los segundos como si fuesen años en el calendario, consciente de que siempre necesitaba más de ella, y todo cuanto le ofrecía le parecía siempre escaso. Amarla así resultaba enfermizo, y su sumisión doblegaba hasta sus huesos, a los que habría renunciado gustosamente por una sola caricia de ella. Y es que Shally tenía ese efecto en su vida.

Las piernas de ella tomaron el control, impulsando su cadera contra su cuerpo, atrayendo más a su erguido sexo contra sus húmedos labios.

El corazón de John latía eufórico, pero luchaba en silencio con ese pesar que no se le quitaba de la cabeza desde el primer día en que conoció a Shally. ¿Sería siempre suya? ¿Le amaría por siempre? ¿Cuando le diría ella es suficiente? Vivía la vida bebiendo a grandes sorbos del amor, pero sin llegar nunca hasta saborear el fondo de la copa, y es que sabía que si jugaba mal sus cartas ella acabaría saliendo dañada, y no podía permitirse semejante jugada.

La empujó contra la cama, donde su cuerpo rebotó contra el colchón, pero sin salir herida, y con sus cabellos despeinados sobre su rostro hundió sus dedos, pero John los tomó como suyos propios y se los llevó contra su boca para saborearlos, y sin darse cuenta su sexo creció de forma desmesurada, y gozando así de su confianza tomó las piernas de Shally y las abrió para deleitarse con su sexo, al que llenó de besos y lametazos al compás de los gemidos de su amada. Y al darse cuenta de que no podría aguantar por más tiempo la tomó para sí mismo como si con este astuto movimiento sus malos presentimientos pudieran desaparecer como una nube de polvo en el aire para siempre.



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martes, 17 de junio de 2014

Quise descubrir.

Por qué será que los sueños y vidas de otros nos parecen más brillantes que los que uno porta durante toda su vida y los hace como propios con el paso de los días. Mirándola a ella, con la espalda al descubierto y la cremallera de su vestido bajada a la altura de su cintura, caí de bruces en aquella conclusión, un golpe de efecto que atolondró a mis sentidos y me sacudió hasta el último centímetro de mi piel. Mi dubitativa mano trazó la línea que separaba su ropa de la piel, y en un abrir y cerrar de ojos con mi palma ya rodeando su cintura y su senos apoyados contra mi torso, nos dimos cuenta de que nuestras bocas casi se estaban tocando y comenzamos a exhalar pequeños suspiros que nos ayudaron a acortar la distancia que existía entre el aire y nuestros labios. Su embriagador aroma me cautivó, danzando en la punta de mi nariz sólo para mí, ayudándome a entrar en un trance del cual no deseaba salir. Sus largos cabellos rasparon el mentón de mi cara como si lo hubiese hecho con las yemas de sus dedos, y al instante dejé caer mis párpados como telones al final de una obra para saborear el mágico momento en el que ella se apegó con más fuerza contra mi cuerpo.

Mi ruda mano levantó el mentón de su pálida piel y su ligero y pequeño rostro, tan bonito y pulido como el de una muñeca de porcelana recién fabricada, me observó con el semblante asombrado en la confusión que marcaban los iris de sus ojos, y mucho antes de que pudiera articular palabra alguna mi lengua ya se había abierto paso a través de su boca y sin descanso se movía en su interior saboreando su paladar, obligándome a llevármela con más fuerza contra mi cuerpo, pegándola contra mí mismo evitando de esta manera que pudiera emprender el vuelo de aquella tosca y e inmunda habitación donde nuestros sueños aún sin gestar estaban naciendo al pie de un colchón humedecido por el agua y desinfectante que una limpiadora común había empleado en su limpieza horas antes.

No quería, ni mucho menos me satisfizo, la idea de venderle a aquella preciosa mujer un sueño de una noche de verano al pie de una colina con falsas promesas que nunca cumpliría, por eso cuando ella se apartó de mí para tomar aire y enredar sus dedos sobre los pliegues de su vestido le hablé de la realidad, con serias palabras, pero al fin y al cabo le dije la verdad.

Se rio de mí casi de inmediato. Vaquero, me llamó de nuevo por mi acento tejano. Me explicó de inmediato que ella no buscaba una relación a largo plazo, ya que la tenía en su casa, con un hombre tosco y rudo, de pocos modales y mucho menos devoto y fiel al matrimonio. Lo único que quería era sentirse deseada entre las caderas de un hombre que no supiera su nombre y mucho menos le importase su vida unas horas después de que la hubiera deshojado a voluntad.

Siendo así su idea del amor pasajero acepté su petición de ser ese hombre al que las mujeres sólo quieren por una cosa, y mi mano se aferró a uno de sus senos, sus piernas a mi cadera y mi boca tomó de ella todos los besos que le hubiera regalado a cualquiera que se le hubiese ofrecido. Dejé puesto en ella sus zapatos y ropa interior, aún me estaba deleitando con sus besos y ya habría tiempo de deshacerme de aquello que me estorbase cuando llegase el momento. Por ahora estaba bien con lo que tenía entre manos. Su propia humedad bañó sus bragas y sus pezones erizados salpicaron los encajes de su ropa interior. Mi verga estaba tan excitada que exclamé su nombre en pos de una liberación inmediata. Y así fue como aquella linda muñeca se hizo eco de mi súplica y resbaló sus dedos a través de la cremallera de mi pantalón y fue directa a por mi sexo erguido, quién a gritos pedía toda su atención.




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domingo, 15 de junio de 2014

¿Quién conoce a Shally Northom?


  • ¿Shally Northom? - Hubo una micropausa en la boca por parte de la interlocutora. - ¿Shally...? - Volvió a repetir intentando asociar el nombre que le habían dicho con la posible imagen de una cara reconocible en su memoria. - ¡Shally Northom! - Exclamó aliviada la mujer al otro lado del teléfono, por recordarla y no quedar como una estúpida. - ¡Claro que sí! - Se echó a reír como si aquel nombre le hiciese repentinamente gracia. - ¡La pequeña Shally! ¡Ahora la recuerdo! - Tomó aire antes de continuar la frase. - ¿Qué quiere saber de ella?

Él oyente pidió franqueza en sus palabras, sin eludir o esquivar ningún recuerdo por obtuso y ridículo que pareciese.

  • Me gustaría conocer todo sobre la infancia, niñez y juventud de esa mujer. Y bien, ¿qué me puede decir sobre ella?

  • Bueno...- Hubo de nuevo una pausa. - ¿Por qué quiere saberlo? Es decir, ¿qué interés puede suscitar una chica de un pequeño pueblo casi diminuto, diría yo, en alguien de la gran ciudad como lo es usted? ¿Y quién fue exactamente la persona que me dijo que le consiguió mi número de teléfono?

Ambas partes quedaron en silencio durante dos o tres minutos, quizás alguno más. Pero el oyente retomó la conversación poco después de ese tiempo intentando tranquilizar a la mujer.

  • No se preocupe, le haremos llegar tal y como le he prometido la cantidad de dinero acordada a su número de cuenta bancaria, y vuelvo a reiterarme en mis palabras si esto le va a dar cierta tranquilidad, señora Esmaltan: le aseguro que su nombre no se verá salpicado. Y ahora dígame: ¿qué me puede decir de Shally Northom?

  • ¡Eh! ¡Pues...! No sé si yo debería hablar de ella. Esta presión quizás sea demasiado para mí.

El experimentado periodista volvió a guiar a la mujer por el camino que él deseaba que siguiera, así pues disipó sus dudas con dulces palabras y halagos que la hicieron confiar de nuevo en él.

  • ¡Está bien! - Añadió la mujer finalmente. - Le hablaré de Shally Northom, pero le pido que sea discreto a la hora de publicar su historia, ya que nada bueno puede salir de esto. - La señora Esmaltan se quedó callada. - Ahora que usted me ha recordado su nombre y su apellido he de reconocer que me parece increíble haberme olvidado de una chica así, no sé ni cómo lo pude hacer, pero de alguna forma el dolor que nos produjo a todos y sobre todo a sus padres es algo que uno no debe de olvidar jamás. ¿Sabe qué le digo? - Esto último lo dijo con mayor confianza. - Quiero que el mundo entero conozca la verdadera cara de Shally Northom. Dígame a que dirección puedo enviarle las fotos del colegio donde estudiamos juntas y con mucho gusto dejaré que haga con ellas lo que usted desee.

El periodista alzó el dedo en señal de victoria a sus compañeros. Ya tenían una nueva historia con la que llenar sus páginas, y bajo el titular “¿Quién conoce a Shally Northom?” su vida sería del escrutinio público.



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Los sueños que viven en las camas de los moteles

Su mano quedó tendida en el aire, sumida entre la duda y la incertidumbre, en un gesto que resultó ser descorazonador para ambos, pues yo jamás he influenciado a nadie en la toma de decisiones, ni para bien ni para mal, simplemente me mantengo apartado, esperando pacientemente a que cada uno elija su propio camino. Así vivo mi presente, y nunca me veo obligado a rememorar en mi cabeza el pasado imaginado que hubiese sucedido si mi decisión hubiese sido contraria a la que en aquel momento decidí tomar. Pero vi en su cara esa expresión que tantas veces había contemplado, y al tenerla tan cerca de mí sentí una fuerte debilidad por tomar sus dudas como mías, pues vi en sus ojos la expresión de mi madre en aquella tarde de Lunes cuando sus manos entrelazadas sostenían el peso de su cabeza, y sus codos anclados a la vieja mesa de madera reforzaban los pilares de la duda que caía de forma estrepitosa sobre sus cabellos apartándola de la vista de quien la miraba.

Unos ojos azarosos y bucólicos se debatían entre la vida familiar y una existencia alejada de su propio hogar. Al pie de la silla donde estaba sentada había una maleta con un número escaso de pertenencias, cuyas prendas salían por los lados como si las prisas la hubiesen obligado a tomar una decisión repentina y poco meditada en el interior de su cabeza. Sobre la mesa había un único vaso de agua: medio vacío, medio lleno, una alegoría que más tarde se convertiría en el pilar de mi vida. Recuerdo a mi madre sumida en tal trance que ni tan siquiera se percató de mi presencia. No alzó la vista del vaso, ni tan siquiera se recogió sus cabellos para verme a través de ellos. Nada. No hizo ni un sólo movimiento para encontrarse con mi pequeño rostro de cuatro años que no cesaba de mirar fascinado y a su vez confuso aquella extraña y bucólica escena en la que se estaba debatiendo un asunto de vital importancia.

En algún momento comprendido entre el segundo y un par de horas, lo dudo, lo desconozco, el tiempo que permanecimos quietos los dos como simples estatuas mirando al infinito sin ver nada, mi madre se levantó de la mesa, tomó la única maleta que teníamos y aceleró el paso para alcanzar el umbral de la puerta antes de que mi padre y mi abuelo regresasen. Al pasar por mi lado lo único que hizo fue pasar las yemas de sus dedos entre mis cabellos, y de alguna forma sentí la descarga de su dolor recorrer cada centímetro de piel, carne y huesos, y esa fue la última vez que supe de ella, pues nunca más volví a decir su nombre en presencia de nadie, y sólo la nombre una vez en sueños en la edad adulta, una mañana de verano en la que el calor era tan sofocante que mi piel ardía y aquel recuerdo volvió a mí como si los años no se hubiesen interpuesto entre aquel momento y mi yo del presente.

Esperé por cortesía un tiempo prudencial, pero no iba a hacerlo de forma permanente, así que al final tomé mi propia decisión, y era la de irme de aquel lugar en busca de un futuro mejor, pero en cuanto me di la vuelta, los brazos de ella me rodearon, y sus senos quedaron pegados contra mi pecho, y de nuevo reavivó el deseo que había logrado contener a duras penas.

  • Quédate conmigo, vaquero. - Me dijo con un tono de voz cargado de miedos.

Atendí su ruego. Pero la única verdad que yo podía ofrecerle era la de hacerle ver que los sueños que viven en modestos moteles no son dulces ni agradables, sólo son simples heridas que cicatrizan sin llegar a dejar una gran marca del todo visible en el corazón de quien las porta.


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jueves, 12 de junio de 2014

Sé siempre mi deseo.

Cuando las manecillas del reloj se encontraron al filo de la medianoche, la mente de John evocó a la remembranza y en el único sueño que tuvo durante las escuetas horas que dura la nocturnidad volvió a ver a su preciosa Shally, quizás más bonita que nunca. Pues la recordó llena del brillo y el color de la mañana, con los cabellos aún despeinados y ladeados hacia el lado contrario de su forma natural, con una taza blanca entre las manos y una pícara sonrisa adormecida por la falta de sueño en los labios. Su larga y negra melena como un cielo nocturno sin estrellas caía sin orden ni estructura sobre sus hombros, apoyando sus rizos sobre la misma camisa que él había lucido la noche anterior cuando salieron a cenar. Pero a ella le quedaba de manera extraordinaria, pues aunque las mangas le cubrían las manos y su anchura no se adaptaba a sus curvas de mujer, fue en sus muslos donde él vio la gracia de la prenda, pues éstos no quedaron del todo ocultos a su vista y sus blancas piernas semicubiertas por su larga caída atrajeron la atención de sus ojos, y al alzarla un poco más se percató de su desnudo sexo que, aunque tapado por la ropa, seguía siendo alcanzable por sus manos.

Ella le sonrió al ver como se aventuraba por sus muslos intentando llegar más lejos, quizás con demasiado entusiasmo, pues su varonil miembro ya se alzaba en el aire como un mástil sin bandera, y aunque no lo vio directamente con sus propios ojos, sí pudo percibirlo por la tirantez del pantalón del pijama. Aunque podía haberle dicho algo guardó silencio y siguió contemplando el amanecer al pie de la ventana, con los dedos sujetando la persiana horizontal de madera pintada de blanco dejando pasar así los primeros rayos del sol que habían comenzado a calentar la arena de la playa.

John se levantó de inmediato y no pudo evitar rodearla con sus brazos y besar su cabeza con sus labios, imitando una bucólica imagen de una película romántica de Hollywoood en la que dos supuestos enamorados como ellos contemplan juntos el amanecer.

Rápidamente un pensamiento de quietud llenó su cabeza de una sensación de euforia que quiso compartir de inmediato con ella, pues le gustó esa sensación de tranquilidad, sin faltas de preocupación que su amor de la infancia le trasmitía. Pero Shally no era esa clase de mujer a la que las manos le están quietas: de pronto la vio dejando la taza sobre la mesilla de noche y volviendo a sus brazos. Le rodeó por el cuello y le obligó a besarla con una pasión desmedida donde los sofocos dan paso a los gemidos, donde las lenguas se unen con fervor y luchan entre sí para llegar más lejos en el interior de la garganta de su contrario, y es que pocas mujeres como ella eran capaces de hacerle sentir tan hombre y excitado como Shally, porque cuando le besaba a su vez le tocaba, y sus yemas ascendían y descendían entre su vientre y su masculino sexo, provocando que un millón de mariposas imaginarias revoloteasen en su interior y su necesidad creciese fervientemente mientras la levantaba del suelo y sus piernas quedaban en el aire hasta que finalmente las apoyaba sobre sus caderas y la empujaba contra la pared o la ventana sin despegar su boca de sus labios.


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lunes, 9 de junio de 2014

Recuerdos imborrables en tu piel.

Oímos una voz que interrumpió nuestros sofocados besos. Un tono chirriante y gargajoso que a mis oídos llegó como el peor ruido que jamás había logrado oír en toda mi vida, y al separar nuestras bocas éstas quedaron unidas durante un breve fragmento de segundo por un hilo de saliva, que cayó sobre nuestros labios separándonos de manera repentina, un gesto que a mi cuerpo desagradó por completo, pues sólo habíamos empezado a calentar motores, y mi verga ansiosa de ser saciada por el cuerpo de una mujer pedía a gritos la atención de sus húmedos y carnosos labios. Y dado que en mi vocabulario no existía la palabra rogar quedé apartado de ella para darle el espacio que me pedía sin palabras y que bien entendí y comprendí que necesitaba. Pero fue una molestia absoluta para ambas partes dejar al aire correr libremente entre nuestros cuerpos, porque yo no quería que ella se fuese de mi lado, y a mi dama le irritó la idea de no saber qué había debajo de aquella tela vaquera que cubría mi piel y que a sus ojos tanto interés suscitaba.

  • Ven. - Fue lo único que se atrevió a decir y ni tan siquiera tuvo el valor de hacerlo en voz alta. Y con sus dedos anudados a los míos tuve que seguirla a su ritmo, a un paso que me pareció demasiado lento y pesado para mi gusto.

Evité preguntar por qué huíamos del lugar, o por qué aquella voz tan lacerante nos seguía como si estuviera interesada en saber más de lo que seríamos capaces de hacer cuando a solas nos encontrásemos. Y movidos por el interés de no ser descubiertos aceleré el paso, porque sabía que si seguíamos a su ritmo tarde o temprano nos alcanzarían. Y oí sus quejas desde la lejanía, no fui yo quien empezó a jugar a aquel juego peligroso sin el consentimiento de mi compañera, pero de pronto sus manos dejaron de estar unidas a las mías, se resbalaron en algún momento del rápido ajetreo que estábamos manteniendo, y uno de sus zapatos se perdió y el otro quedó pegado a su pie de forma aparatosa. Y al darme cuenta de mi error, tuve que volver hacia atrás, tomar su calzado y cogerla entre mis brazos para huir con ella tan rápido como me fuese posible. Y su expresión casi cambió por completo: al principio tenía el rostro marcado por la confusión y acto seguido se serenó al contacto de su nariz con la yugular de mi cuello y el aroma de mi aliento sobre el suyo.

La llevé conmigo a la habitación del motel donde nos hospedaríamos por fuerza mayor una noche más. La idea no me resultó del todo gratificante, pues esa misma mañana cuando partí de otra habitación diferente mi mente tenía claro cuál sería mi siguiente destino: una nueva ciudad. Pero ahora que una bonita señorita se había interpuesto en mi camino, bueno, digamos que acepté el reto del que debía hacerme cargo si quería seguir avanzando en la vida.


Le pedí que esperase en algún lugar donde nadie más que yo pudiera encontrarla con facilidad, pero sobre todo que se alejara del ojo público, pues no deseaba ser interrumpido en ningún momento comprendido entre la mañana y la tarde, y si la cosa se prologaba incluiríamos la noche en nuestros planes. Aunque mi sugerencia no pareció agradarla, mi propuesta no era negociable. Ella debía decidir si la tomaba o la dejaba y por supuesto escogió la que más le convino. 

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Su voz, su cuerpo.

Al oír el incesante gorgoteo de la ducha no necesitó imaginar la escena para saber lo que estaba sucediendo en la planta superior de la vivienda, pero aún así no pudo evitar ascender con los ojos para posar sus pupilas sobre el techo como si éste estuviera hecho de cristal y ver más allá de la pintura, el hormigón, las cañerías y tuberías para alcanzar con su mirada el cuerpo desnudo de Shally, bañado por una incesante cascada de agua acariciando su cabello, rostro, brazos y senos; sus manos descansarían sobre la pared de azulejos azules mientras su cabeza inclinada hacia abajo movería sus labios cantando sin cesar su canción preferida: “Sad Eyes”, evadiéndose del mundo que no parecía encajar en absoluto en su nuevo pero inminente estilo de vida.

John tomó la taza de color crema entre sus manos, y el dulce aroma del café le hizo ser consciente de que Shally pronto se iría de su casa. Quizás sólo fuese por unos días, a lo sumo unas semanas, o tal vez lo hiciese para siempre. Aquel último pensamiento fugaz detuvo la taza en el aire, y aunque el olor era delicioso, no se vio capaz de darle un nuevo sorbo a la bebida. Caminó, sí, de un lado hacia otro, sin ser muy consciente del todo de dónde debía quedarse para calmar sus nervios.

Su cabeza no cesaba de repetir una única palabra y ese era el nombre de ella, y cuánto más lo decía, más sufría internamente, pero la simple idea de no evocarlo le asustaba, porque significaba que tendría que olvidarse de la forma en la que las vocales se unían a las consonantes, y la manera en la que sonaba cuando él lo pronunciaba o en cómo ella reaccionaba cuando lo oía en su boca. De pronto se vio incapaz de controlar su propio estado de ánimo y golpeó con arrogancia y furia la tabla de madera que adornaba la mitad de la isla de la cocina. Su frustración lo estaba volviendo loco, la decisión de irse de Shally lo estaba hundiendo aún más en la miseria, y es que una vida sin ella era inconcebible para él, pero tampoco podía retenerla por más tiempo entre sus brazos con la firme promesa de que todo iría bien, aún sabiendo que tal vez no fuese verdad.


Dando tumbos sin rumbo fijo se frotó el mentón diversas veces, se acarició el cabello, y negó con la cabeza lo que la cordura le decía que era una insensatez, pero aquello ya no funcionaba, y quizás nada más lo haría, así que con el corazón en vilo y un enorme torrente de sangre corriendo por sus venas, se vio capaz de ascender uno a uno los escalones que de ella le separaban, y no se tomó la molestia de llamar a la puerta y disculparse por interrumpirla como en tantas ocasiones había hecho. Giró el pomo, la puerta cedió con facilidad y sin apenas esfuerzo sus ojos la encontraron, y los de ella a él, y ninguno de los dos pudo decir nada. Fue entonces cuando John comprendió que lo que estaba a punto de hacer sólo era una jugada sin fundamento que lo único que lograría sería traerles más dolor a su vida, pero ya nada le importaba, estaba dispuesto a correr el riesgo y, quizás, ya fuese por lástima o necesidad, Shally acabaría por pensárselo mejor, aunque también cabía la posibilidad de que lo único que saliera de aquel encuentro fuese una herida tan profunda que ninguno de los dos podría olvidarla jamás.   

Akasha Valentine © 2014 Cartas a mi ciudad de Nashville. Todos los derechos reservados. 

sábado, 7 de junio de 2014

Ardientes besos.

Mis pupilas fijas quedaron en la parte en la que su piel estaba desnuda sólo para mis deleite, y la boca se me hizo agua, y mi necesidad más fuerte, y la imaginación se me disparó al creer que podía llegar más lejos si ella así me lo pedía, pero el chirriante sonido de unas ruedas frenando en seco a mis espaldas me trajo de vuelta a la realidad, y reanude mis pasos como si su presencia no causara ningún efecto en mí. La rodeé, evitando cualquier tipo de contacto físico o visual por mínimo que fuese, pero aquel gesto de desaprobación por mi parte sólo logró molestar a la dama, quien de manera tosca llamó mi atención por mi falta de tacto con respecto a su figura.

Me di la vuelta de inmediato y corregí mi grave error con un saludo de inclinación de cabeza y un ligero movimiento de mis dedos sobre mi sombrero, sobre el cual ejercí cierta presión en la parte delantera a modo de ademán, un gesto que a su corazón le pareció agradar de inmediato, pues enseguida volvió a contonear sus caderas al ritmo de sus pisadas, y yo pude volver a estar detrás de ella como un perro faldero que vive apegado a su dueño.

La seguí con prudencia, y allí donde su figura se detenía yo me quedaba quieto, esperando a que diera el siguiente paso para reanudar nuestra absurda caminata sin sentido.

  • Vaquero. Me dijo con un tono arrogante en su voz, y aún con el acento sin disciplinar a los dejes de la zona. - No es muy común ver a hombres como tú en esta región escarpada donde todo el mundo habla de los demás y conocen su vida al dedillo.

Yo, que por cortesía no hablaba de la vida ajena de quienes tiempo atrás conocí, ignoré su invitación a hablar de otros a quienes ella jamás conocería, así que volví a despedirme de su dulce aroma que tan cautivador me resultaba como una flor a una abeja, y me fui de su lado sin ni tan siquiera molestarme en ver su rostro descompuesto por la forma de vivir mi vida.


Aquella bonita mujer corrió detrás de mí, y aunque lo hizo de forma pausada debido a los tacones de sus zapatos, logró alcanzarme y golpear con fuerza el saco de la ropa sucia en el que portaba mis escasas pertenencias. Sus largas uñas no parecieron quedar afectadas por el golpe, ni su esmalte astillarse con el suave impacto, y al darme la vuelta para mirarla directamente a la cara solté sin pensármelo dos veces el ligero equipaje que contenía mi vida en aquella forma cilíndrica de tela, anudada por unos cordones ya deshechos por el uso y los viajes, y tomé con mis brazos su cintura como si ésta me perteneciese, y al ver en su mirada la expresión de la sorpresa su boca se abrió para exclamar algo, pero mi lengua impidió que emitiera palabra alguna, pues yo ya la estaba besando con furor y pasión, como nunca antes ningún hombre lo había hecho jamás. Y antes de que me diera cuenta mis brazos ya la habían levantando del suelo; y su diminuto cuerpo quedó pegado a mi amplio torso y sus dedos tiraron mi sombrero, y nuestras bocas, que en aquellos momentos ardían como la árida tierra del desierto de Arizona, hubieran sido capaces de derretir sin apenas esfuerzo la coraza de un alacrán de corteza. 


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martes, 3 de junio de 2014

Los sueños que se desvanecen al pie de la cama.

Shally quedó apoyada en el filo del colchón, con la piel desnuda de cintura para arriba, con la cabeza ladeada hacia a un lado sin llegar a tenerla del todo girada, pues no se atrevía a mirarle a la cara y ver en ella el decrépito rostro de la decepción dibujado en sus ojos una vez más, obligándola a rememorar quizás por tercera o cuarta vez en lo que llevaban de semana esa amarga expresión que nunca quiso que él tuviera.

Oyó el sonido de las sábanas causar fricción en el cuerpo de John y tal vez, si hubiera tenido el valor suficiente de hacer algo por él, se hubiera vuelto para cobijarse bajo ellas y abrazarle como se merecía, pero sus emociones no parecían inmutarse, y sus músculos ni tan siquiera se tomaron la molestia de alzarse en el aire o forzarse a sí misma para hacer algo por salvar esa relación que se estaba yendo a pique desde hacía ya varios meses.

Shally quiso hablar, decir algo para llenar el incómodo espacio que ocupa la soledad cuando dos amantes no se tocan, cuando sus besos no llenan sus bocas y sus gemidos no llenan de gozo a sus corazones, pero al intentar emitir vocal alguna su lengua se enredó sobre sí misma y su paladar, ofuscado en sus propios pensamientos, olvidó por completo las ordenes de su cerebro y al final su garganta volvió a tragarse sus propias palabras y nada quedó por decirse, y aunque le hubiese gustado verter una lágrima por esa última emoción que tuvo hacia John se dio cuenta de que ya no le quedaban más gotas saladas que llorar, y así tocaron punto y final.

Él la seguía amando, más que a cualquier otra mujer en este mundo, pero comprendió su dolor mejor de lo que lo hacía ella misma, y sabía que aunque quisiera retenerla entre sus dedos un poco más de tiempo, lo único que lograría con ello sería herirla aún más. Añoró, sí, tristemente, la textura de su piel dando cobijo a sus yemas, pero aunque sus articulaciones quisieron atraerla de vuelta contra sí mismo, supo que aquel error la sumiría en una tristeza aún mayor, en un dolor tan insoportable que sólo la muerte la liberaría de tal pena, y pensó en Shally como en una estrella del firmamento, la más bonita de todas, inalcanzable para cualquier hombre, brillante como ninguna, y se dio cuenta de que sus sueños a su lado se habían detenido en el tiempo, donde congelados y olvidados seguirían invernando hasta el final de los tiempos.

Respetó su espacio personal, permitiéndole que se desahogara, aunque bien sabía que no lo oiría llorar, pues a ninguno de los dos les quedaban ya fuerzas para hacerlo, y cuando llegas a ese punto lo mejor es dejarse llevar por nuevas corrientes que quizás algún día vuelvan a llevarte al lado de quien amaste.


Shally se levantó de la cama violentamente, como si una mano invisible la hubiese azotado, ignorando que esa fuerza que la invitó a marcharse era el tiempo sentenciado que pedía irse lejos de aquella amplia habitación, donde ya nunca más volvería a estar. 


Akasha Valentine © 2014 Cartas a mi ciudad de Nashville. Todos los derechos reservados.

domingo, 1 de junio de 2014

El húmedo sabor de Georgia

Sus pies, que producían un rítmico sonido aupados sobre sus extravagantes zapatos de plataforma de diez centímetros, se movían contoneados por el movimiento de sus caderas, lo que provocaba que su corto y almidonado vestido de los domingos de algodón con flores estampadas danzara en el aire, como si unas manos invisibles se movieran inquietas por su cadencioso movimiento intentando hacerme ver más allá de esa piel cubierta por unas medias que apenas podían tapar su negro lunar del tamaño de una lenteja que, ubicado en la parte posterior de su muslo derecho, me tentaba la mirada, provocando en mí un deseo oscuro y profundo, avivando la tentación de tocarla con mis manos aún secas por el arduo trabajo de la tierra, y mis dedos quisieron resbalarse y las yemas de éstos sentir la suavidad de su piel en ellos. Pero no podía hacerlo, porque el simple hecho de querer hacerla mía ya era una terrible idea y un funesto error. Y aunque invité a la razón a ser mi guía, fue el deseo, insaciable e incansable y siempre vivo de mi entrepierna, agonizado por la fuerza de la sangre y la prieta tela del vaquero, lo que me impulsó a seguir sus pisadas, como si de un perro detrás de su amo se tratase.

La vi mirarme a través del rabillo del ojo, y creo, aunque de esto último no estoy demasiado seguro, que la vi sonreírme pícaramente, como si mi masculina necesidad le provocase una risa incontrolable que sólo ella podía entender. De su cara pasé a sus hombros, casi del todo cubiertos por la tela de color intenso que sobre su piel morena hacía resaltar su belleza natural. El color blanco estampado agrandaba las imágenes y me hacía soñar despierto con lugares paradisíacos, de esos que sólo viven en las postales de las gasolineras y que los hombres como yo sólo ven una vez en la vida, viviendo alimentados por la imaginación de aquellos papeles de cartón sin llegar a saborear las aguas de sus playas o los manjares de la tierra.

Cruzamos la calle, pero no juntos y mucho menos de la mano, pues sus zapatos me llevaban la delantera, y yo guardando la distancia la seguía de cerca sin que se notara el verdadero motivo por el que la seguía. Debía de resultarles extraño mi comportamiento, pues el propietario de un Cadillac Sport Coupé no me miró con buenos ojos, al fin y al cabo mi porte vaquero, heredado de mi padre y mi abuelo, cuyo semblante era tan duro como la tierra de Texas, no causaba agrado en aquel pequeño pueblo de Butler (Georgia), y es que en 1937 el mundo seguía siendo tan rígido y estricto como desde el día de mi nacimiento. Y que una mujer bonita como ella caminara sola por las calles no era bien visto, aunque fuese la mujer del alcalde, a quienes todos parecían conocer y cuya reputación siempre estaba peligrando como la vida de un acróbata de circo en la cuerda floja. Aminoré el paso pero no la perdí de vista ni un solo instante, y lo aceleré cuando ella dobló la esquina.


Sentí que mis piernas comenzaban a flaquearme, pues como una bofetada sin previo aviso, el aroma de su perfume inundó mis fosas nasales, y el suave aire de aquella mañana de otoño se había levantado sólo para mí, y al abrir de nuevo los ojos vi como su vestido se alzaba sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo, y vi por mí mismo la combinación de su ropa interior y los pliegues de sus encajes que al pie de sus rodillas se formaban, y de nuevo sentí que mi verga se hinchaba y mi boca de sed se llenaba, mientras mi cuerpo caliente moría agonizando por querer tocarla en aquel mismo instante. 

Akasha Valentine © 2014 Cartas a mi ciudad de Nashville. Todos los derechos reservados.