domingo, 1 de junio de 2014

El húmedo sabor de Georgia

Sus pies, que producían un rítmico sonido aupados sobre sus extravagantes zapatos de plataforma de diez centímetros, se movían contoneados por el movimiento de sus caderas, lo que provocaba que su corto y almidonado vestido de los domingos de algodón con flores estampadas danzara en el aire, como si unas manos invisibles se movieran inquietas por su cadencioso movimiento intentando hacerme ver más allá de esa piel cubierta por unas medias que apenas podían tapar su negro lunar del tamaño de una lenteja que, ubicado en la parte posterior de su muslo derecho, me tentaba la mirada, provocando en mí un deseo oscuro y profundo, avivando la tentación de tocarla con mis manos aún secas por el arduo trabajo de la tierra, y mis dedos quisieron resbalarse y las yemas de éstos sentir la suavidad de su piel en ellos. Pero no podía hacerlo, porque el simple hecho de querer hacerla mía ya era una terrible idea y un funesto error. Y aunque invité a la razón a ser mi guía, fue el deseo, insaciable e incansable y siempre vivo de mi entrepierna, agonizado por la fuerza de la sangre y la prieta tela del vaquero, lo que me impulsó a seguir sus pisadas, como si de un perro detrás de su amo se tratase.

La vi mirarme a través del rabillo del ojo, y creo, aunque de esto último no estoy demasiado seguro, que la vi sonreírme pícaramente, como si mi masculina necesidad le provocase una risa incontrolable que sólo ella podía entender. De su cara pasé a sus hombros, casi del todo cubiertos por la tela de color intenso que sobre su piel morena hacía resaltar su belleza natural. El color blanco estampado agrandaba las imágenes y me hacía soñar despierto con lugares paradisíacos, de esos que sólo viven en las postales de las gasolineras y que los hombres como yo sólo ven una vez en la vida, viviendo alimentados por la imaginación de aquellos papeles de cartón sin llegar a saborear las aguas de sus playas o los manjares de la tierra.

Cruzamos la calle, pero no juntos y mucho menos de la mano, pues sus zapatos me llevaban la delantera, y yo guardando la distancia la seguía de cerca sin que se notara el verdadero motivo por el que la seguía. Debía de resultarles extraño mi comportamiento, pues el propietario de un Cadillac Sport Coupé no me miró con buenos ojos, al fin y al cabo mi porte vaquero, heredado de mi padre y mi abuelo, cuyo semblante era tan duro como la tierra de Texas, no causaba agrado en aquel pequeño pueblo de Butler (Georgia), y es que en 1937 el mundo seguía siendo tan rígido y estricto como desde el día de mi nacimiento. Y que una mujer bonita como ella caminara sola por las calles no era bien visto, aunque fuese la mujer del alcalde, a quienes todos parecían conocer y cuya reputación siempre estaba peligrando como la vida de un acróbata de circo en la cuerda floja. Aminoré el paso pero no la perdí de vista ni un solo instante, y lo aceleré cuando ella dobló la esquina.


Sentí que mis piernas comenzaban a flaquearme, pues como una bofetada sin previo aviso, el aroma de su perfume inundó mis fosas nasales, y el suave aire de aquella mañana de otoño se había levantado sólo para mí, y al abrir de nuevo los ojos vi como su vestido se alzaba sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo, y vi por mí mismo la combinación de su ropa interior y los pliegues de sus encajes que al pie de sus rodillas se formaban, y de nuevo sentí que mi verga se hinchaba y mi boca de sed se llenaba, mientras mi cuerpo caliente moría agonizando por querer tocarla en aquel mismo instante. 

Akasha Valentine © 2014 Cartas a mi ciudad de Nashville. Todos los derechos reservados.