Sus
pies, que producían un rítmico sonido aupados sobre sus
extravagantes zapatos de plataforma de diez centímetros, se movían
contoneados por el movimiento de sus caderas, lo que provocaba que su
corto y almidonado vestido de los domingos de algodón con flores
estampadas danzara en el aire, como si unas manos invisibles se
movieran inquietas por su cadencioso movimiento intentando hacerme
ver más allá de esa piel cubierta por unas medias que apenas podían
tapar su negro lunar del tamaño de una lenteja que, ubicado en la
parte posterior de su muslo derecho, me tentaba la mirada, provocando
en mí un deseo oscuro y profundo, avivando la tentación de tocarla
con mis manos aún secas por el arduo trabajo de la tierra, y mis
dedos quisieron resbalarse y las yemas de éstos sentir la suavidad
de su piel en ellos. Pero no podía hacerlo, porque el simple hecho
de querer hacerla mía ya era una terrible idea y un funesto error. Y
aunque invité a la razón a ser mi guía, fue el deseo, insaciable e
incansable y siempre vivo de mi entrepierna, agonizado por la fuerza
de la sangre y la prieta tela del vaquero, lo que me impulsó a
seguir sus pisadas, como si de un perro detrás de su amo se tratase.
La
vi mirarme a través del rabillo del ojo, y creo, aunque de esto
último no estoy demasiado seguro, que la vi sonreírme pícaramente,
como si mi masculina necesidad le provocase una risa incontrolable
que sólo ella podía entender. De su cara pasé a sus hombros, casi
del todo cubiertos por la tela de color intenso que sobre su piel
morena hacía resaltar su belleza natural. El color blanco estampado
agrandaba las imágenes y me hacía soñar despierto con lugares
paradisíacos, de esos que sólo viven en las postales de las
gasolineras y que los hombres como yo sólo ven una vez en la vida,
viviendo alimentados por la imaginación de aquellos papeles de
cartón sin llegar a saborear las aguas de sus playas o los manjares
de la tierra.
Cruzamos
la calle, pero no juntos y mucho menos de la mano, pues sus zapatos
me llevaban la delantera, y yo guardando la distancia la seguía de
cerca sin que se notara el verdadero motivo por el que la seguía.
Debía de resultarles extraño mi comportamiento, pues el propietario
de un Cadillac Sport Coupé no me miró con buenos ojos, al fin y al
cabo mi porte vaquero, heredado de mi padre y mi abuelo, cuyo
semblante era tan duro como la tierra de Texas, no causaba agrado en
aquel pequeño pueblo de Butler (Georgia), y es que en 1937 el mundo
seguía siendo tan rígido y estricto como desde el día de mi
nacimiento. Y que una mujer bonita como ella caminara sola por las
calles no era bien visto, aunque fuese la mujer del alcalde, a
quienes todos parecían conocer y cuya reputación siempre estaba
peligrando como la vida de un acróbata de circo en la cuerda floja.
Aminoré el paso pero no la perdí de vista ni un solo instante, y lo
aceleré cuando ella dobló la esquina.
Sentí
que mis piernas comenzaban a flaquearme, pues como una bofetada sin
previo aviso, el aroma de su perfume inundó mis fosas nasales, y el
suave aire de aquella mañana de otoño se había levantado sólo
para mí, y al abrir de nuevo los ojos vi como su vestido se alzaba
sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo, y vi por mí mismo la
combinación de su ropa interior y los pliegues de sus encajes que al
pie de sus rodillas se formaban, y de nuevo sentí que mi verga se
hinchaba y mi boca de sed se llenaba, mientras mi cuerpo caliente
moría agonizando por querer tocarla en aquel mismo instante.
Akasha
Valentine © 2014 Cartas a mi ciudad de Nashville. Todos los derechos
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