domingo, 15 de junio de 2014

¿Quién conoce a Shally Northom?


  • ¿Shally Northom? - Hubo una micropausa en la boca por parte de la interlocutora. - ¿Shally...? - Volvió a repetir intentando asociar el nombre que le habían dicho con la posible imagen de una cara reconocible en su memoria. - ¡Shally Northom! - Exclamó aliviada la mujer al otro lado del teléfono, por recordarla y no quedar como una estúpida. - ¡Claro que sí! - Se echó a reír como si aquel nombre le hiciese repentinamente gracia. - ¡La pequeña Shally! ¡Ahora la recuerdo! - Tomó aire antes de continuar la frase. - ¿Qué quiere saber de ella?

Él oyente pidió franqueza en sus palabras, sin eludir o esquivar ningún recuerdo por obtuso y ridículo que pareciese.

  • Me gustaría conocer todo sobre la infancia, niñez y juventud de esa mujer. Y bien, ¿qué me puede decir sobre ella?

  • Bueno...- Hubo de nuevo una pausa. - ¿Por qué quiere saberlo? Es decir, ¿qué interés puede suscitar una chica de un pequeño pueblo casi diminuto, diría yo, en alguien de la gran ciudad como lo es usted? ¿Y quién fue exactamente la persona que me dijo que le consiguió mi número de teléfono?

Ambas partes quedaron en silencio durante dos o tres minutos, quizás alguno más. Pero el oyente retomó la conversación poco después de ese tiempo intentando tranquilizar a la mujer.

  • No se preocupe, le haremos llegar tal y como le he prometido la cantidad de dinero acordada a su número de cuenta bancaria, y vuelvo a reiterarme en mis palabras si esto le va a dar cierta tranquilidad, señora Esmaltan: le aseguro que su nombre no se verá salpicado. Y ahora dígame: ¿qué me puede decir de Shally Northom?

  • ¡Eh! ¡Pues...! No sé si yo debería hablar de ella. Esta presión quizás sea demasiado para mí.

El experimentado periodista volvió a guiar a la mujer por el camino que él deseaba que siguiera, así pues disipó sus dudas con dulces palabras y halagos que la hicieron confiar de nuevo en él.

  • ¡Está bien! - Añadió la mujer finalmente. - Le hablaré de Shally Northom, pero le pido que sea discreto a la hora de publicar su historia, ya que nada bueno puede salir de esto. - La señora Esmaltan se quedó callada. - Ahora que usted me ha recordado su nombre y su apellido he de reconocer que me parece increíble haberme olvidado de una chica así, no sé ni cómo lo pude hacer, pero de alguna forma el dolor que nos produjo a todos y sobre todo a sus padres es algo que uno no debe de olvidar jamás. ¿Sabe qué le digo? - Esto último lo dijo con mayor confianza. - Quiero que el mundo entero conozca la verdadera cara de Shally Northom. Dígame a que dirección puedo enviarle las fotos del colegio donde estudiamos juntas y con mucho gusto dejaré que haga con ellas lo que usted desee.

El periodista alzó el dedo en señal de victoria a sus compañeros. Ya tenían una nueva historia con la que llenar sus páginas, y bajo el titular “¿Quién conoce a Shally Northom?” su vida sería del escrutinio público.



Akasha Valentine © 2014 Cartas a mi ciudad de Nashville. Todos los derechos reservados. 

Los sueños que viven en las camas de los moteles

Su mano quedó tendida en el aire, sumida entre la duda y la incertidumbre, en un gesto que resultó ser descorazonador para ambos, pues yo jamás he influenciado a nadie en la toma de decisiones, ni para bien ni para mal, simplemente me mantengo apartado, esperando pacientemente a que cada uno elija su propio camino. Así vivo mi presente, y nunca me veo obligado a rememorar en mi cabeza el pasado imaginado que hubiese sucedido si mi decisión hubiese sido contraria a la que en aquel momento decidí tomar. Pero vi en su cara esa expresión que tantas veces había contemplado, y al tenerla tan cerca de mí sentí una fuerte debilidad por tomar sus dudas como mías, pues vi en sus ojos la expresión de mi madre en aquella tarde de Lunes cuando sus manos entrelazadas sostenían el peso de su cabeza, y sus codos anclados a la vieja mesa de madera reforzaban los pilares de la duda que caía de forma estrepitosa sobre sus cabellos apartándola de la vista de quien la miraba.

Unos ojos azarosos y bucólicos se debatían entre la vida familiar y una existencia alejada de su propio hogar. Al pie de la silla donde estaba sentada había una maleta con un número escaso de pertenencias, cuyas prendas salían por los lados como si las prisas la hubiesen obligado a tomar una decisión repentina y poco meditada en el interior de su cabeza. Sobre la mesa había un único vaso de agua: medio vacío, medio lleno, una alegoría que más tarde se convertiría en el pilar de mi vida. Recuerdo a mi madre sumida en tal trance que ni tan siquiera se percató de mi presencia. No alzó la vista del vaso, ni tan siquiera se recogió sus cabellos para verme a través de ellos. Nada. No hizo ni un sólo movimiento para encontrarse con mi pequeño rostro de cuatro años que no cesaba de mirar fascinado y a su vez confuso aquella extraña y bucólica escena en la que se estaba debatiendo un asunto de vital importancia.

En algún momento comprendido entre el segundo y un par de horas, lo dudo, lo desconozco, el tiempo que permanecimos quietos los dos como simples estatuas mirando al infinito sin ver nada, mi madre se levantó de la mesa, tomó la única maleta que teníamos y aceleró el paso para alcanzar el umbral de la puerta antes de que mi padre y mi abuelo regresasen. Al pasar por mi lado lo único que hizo fue pasar las yemas de sus dedos entre mis cabellos, y de alguna forma sentí la descarga de su dolor recorrer cada centímetro de piel, carne y huesos, y esa fue la última vez que supe de ella, pues nunca más volví a decir su nombre en presencia de nadie, y sólo la nombre una vez en sueños en la edad adulta, una mañana de verano en la que el calor era tan sofocante que mi piel ardía y aquel recuerdo volvió a mí como si los años no se hubiesen interpuesto entre aquel momento y mi yo del presente.

Esperé por cortesía un tiempo prudencial, pero no iba a hacerlo de forma permanente, así que al final tomé mi propia decisión, y era la de irme de aquel lugar en busca de un futuro mejor, pero en cuanto me di la vuelta, los brazos de ella me rodearon, y sus senos quedaron pegados contra mi pecho, y de nuevo reavivó el deseo que había logrado contener a duras penas.

  • Quédate conmigo, vaquero. - Me dijo con un tono de voz cargado de miedos.

Atendí su ruego. Pero la única verdad que yo podía ofrecerle era la de hacerle ver que los sueños que viven en modestos moteles no son dulces ni agradables, sólo son simples heridas que cicatrizan sin llegar a dejar una gran marca del todo visible en el corazón de quien las porta.


Akasha Valentine © 2014 Cartas a mi ciudad de Nashville. Todos los derechos reservados.