lunes, 14 de julio de 2014

La estrella de mi cielo.

John pensó que habría estado bien fingir y hacerle creer que a su lado nunca tendría la necesidad de anhelar una vida mejor o extender sus alas para ver con sus propios ojos nuevos horizontes aún sin descubrir, pero el don de Shally era la capacidad de ver la mentira en la boca de quien la evoca.

Ella se levantó de la cama horas antes de que el sol asomara por el horizonte y olvidó por completo que tenía que calzarse y cubrirse los hombros con una gruesa chaqueta de lana para no tener frío. Caminó descalza y obligó a sus ojos a acostumbrarse a la oscuridad de la noche, sin encender un candil para alumbrar el camino que llevaba desde la estancia hasta el pasillo. Omitió deslizar las yemas de sus dedos sobre la mesilla de noche y así iluminar aquella estancia que nunca reclamó como suya pero que a John le encantaba decir que era de ambos pues así él lo había deseado. Un hombre de su talante, con la experiencia de la vida marcada en sus arrugas y en sus fatigados ojos no podía entender como se sentía Shally, porque siempre la tenía presente como una dulce muñeca de trapo a la que hay que cuidar y reparar cuando se rompe. Pero para ella la vida aún no había comenzado, y mucho menos en aquel pequeño pueblo llamado Buford, donde la asfixiante mentalidad de los nativos no le permitía en ningún momento actuar de la manera que siempre deseaba sin ser juzgada, golpeada por los más pequeños con sus afiladas piedras o vapuleada por las bocas de los hombres y los brazos y manos de los más jóvenes. Siendo siempre objeto de burla en la boca de mujeres más jóvenes y fustigada con palabras mal sonantes oídas en los labios de sus mayores las niñas hacían a su lado un corro y cantaban canciones que la menospreciaban, pues nadie la entendía y aquellos que intentaban conocerla a fondo sólo se limitaban a mirar para un lado cuando algún gesto fuera de lo común les sorprendía o les ruborizaba. John no era muy distinto a los demás, aunque se esforzarse por intentar entenderla; ella admiraba su esfuerzo y entrega, pero John seguía siendo esa clase de persona que vivía acorde a su tiempo, atrapado en unas normas e ideales que no le dejaban respirar el mismo aire que ella. Cuando los pies de Shally comenzaron a bajar los escalones se dio la vuelta, pues creyó oír las pisadas de su amante a sus espaldas, pero se equivocaba, así que volvió la mirada hacia el frente y bajó uno a uno los escalones de la casa. Corrió el pestillo de la puerta principal y extrajo la llave de la cerradura. Tras asegurarse de que John seguía dormido salió a la calle y se sentó en el primer escalón del pórtico, donde se paró a mirar las estrellas que hacía mucho tiempo que no veía. Le habló a la Luna, pues era su única amiga y confidente, y la palma de la mano pintada pegó su dorso al cielo para que las estrellas le concedieran su más anhelado deseo. Pero el sonido de la puerta a sus espaldas la asustó, y pegó un pequeño brinco de que un grito acompañó: no esperaba que John se hubiese despertado, pero ahí estaba delante de ella. 


La mitad del cuerpo desnudo al descubierto, los ojos consumidos por la fatiga y el cansancio, y la barba de varios días sin afeitar le daban un aspecto aún más envejecido, pero es que la diferencia de edad era un hecho a tener en cuenta. Shally sólo tenía veinte años, mientras que John estaba a punto de alcanzar los cuarenta y dos. No quiso saber qué hacía, ni tan siquiera se esforzó en preguntarle por qué se había levantando de la cama; se sentó a su lado y se quedó con ella contemplando el cielo nocturno, consciente de que algún día ella se iría de su lado para siempre.


Akasha Valentine © 2014 Cartas a mi ciudad de Nashville. Todos los derechos reservados.