Shally
quedó apoyada en el filo del colchón, con la piel desnuda de
cintura para arriba, con la cabeza ladeada hacia a un lado sin llegar
a tenerla del todo girada, pues no se atrevía a mirarle a la cara y
ver en ella el decrépito rostro de la decepción dibujado en sus
ojos una vez más, obligándola a rememorar quizás por tercera o
cuarta vez en lo que llevaban de semana esa amarga expresión que
nunca quiso que él tuviera.
Oyó
el sonido de las sábanas causar fricción en el cuerpo de John y tal
vez, si hubiera tenido el valor suficiente de hacer algo por él, se
hubiera vuelto para cobijarse bajo ellas y abrazarle como se merecía,
pero sus emociones no parecían inmutarse, y sus músculos ni tan
siquiera se tomaron la molestia de alzarse en el aire o forzarse a sí
misma para hacer algo por salvar esa relación que se estaba yendo a
pique desde hacía ya varios meses.
Shally
quiso hablar, decir algo para llenar el incómodo espacio que ocupa
la soledad cuando dos amantes no se tocan, cuando sus besos no llenan
sus bocas y sus gemidos no llenan de gozo a sus corazones, pero al
intentar emitir vocal alguna su lengua se enredó sobre sí misma y
su paladar, ofuscado en sus propios pensamientos, olvidó por
completo las ordenes de su cerebro y al final su garganta volvió a
tragarse sus propias palabras y nada quedó por decirse, y aunque le
hubiese gustado verter una lágrima por esa última emoción que tuvo
hacia John se dio cuenta de que ya no le quedaban más gotas saladas
que llorar, y así tocaron punto y final.
Él
la seguía amando, más que a cualquier otra mujer en este mundo,
pero comprendió su dolor mejor de lo que lo hacía ella misma, y
sabía que aunque quisiera retenerla entre sus dedos un poco más de
tiempo, lo único que lograría con ello sería herirla aún más.
Añoró, sí, tristemente, la textura de su piel dando cobijo a sus
yemas, pero aunque sus articulaciones quisieron atraerla de vuelta
contra sí mismo, supo que aquel error la sumiría en una tristeza
aún mayor, en un dolor tan insoportable que sólo la muerte la
liberaría de tal pena, y pensó en Shally como en una estrella del
firmamento, la más bonita de todas, inalcanzable para cualquier
hombre, brillante como ninguna, y se dio cuenta de que sus sueños a
su lado se habían detenido en el tiempo, donde congelados y
olvidados seguirían invernando hasta el final de los tiempos.
Respetó
su espacio personal, permitiéndole que se desahogara, aunque bien
sabía que no lo oiría llorar, pues a ninguno de los dos les
quedaban ya fuerzas para hacerlo, y cuando llegas a ese punto lo
mejor es dejarse llevar por nuevas corrientes que quizás algún día
vuelvan a llevarte al lado de quien amaste.
Shally
se levantó de la cama violentamente, como si una mano invisible la
hubiese azotado, ignorando que esa fuerza que la invitó a marcharse
era el tiempo sentenciado que pedía irse lejos de aquella amplia
habitación, donde ya nunca más volvería a estar.
Akasha
Valentine © 2014 Cartas a mi ciudad de Nashville. Todos los derechos
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