La
imagen que dábamos no podía ser más bochornosa: mis vaqueros
estaban tirados en algún rincón de la habitación junto con el
resto de mi ropa, y sin embargo con lo único que pude taparme en
aquellos momentos fue con una escueta almohada de motel que apenas
cubría una parte de mi anatomía. Dejé como acto de cortesía y
caballerosidad las sábanas y mantas para la joven señorita quien,
abochornada por semejante intrusión, se tapó la cara para ocultar
así el color de sus ruborizadas mejillas. Me hubiera gustado que
aquellos hombres nos hubieran devuelto la privacidad que tanto nos
merecíamos, pero en lugar de eso lo único que logramos fue ser
sacados a rastras de aquella habitación, ella siendo zarandeada de
un lado para otro sin ton ni son y yo a golpe de puñetazos y patadas
mientras mordía literalmente el polvo completamente desnudo. Sus
golpes se repitieron y sus patadas no cesaron, y en su burlesco
comportamiento saboreé mi propia sangre mientras me quedaba
inconsciente debido a la brutal paliza que aquellos matones del
pueblo me propinaron.
Cuando
volví a recobrar la consciencia estaba atado de pies y manos y
tumbado con el pecho descubierto sobre una afilada roca que se me
clavaba como una aguja en las costillas mientras los buitres
sobrevolaban mi cuerpo aún vivo esperando que en cualquier momento
mi carne se convirtiera en su alimento. Entre el calor y los golpes
recibidos no me costó demasiado tiempo volver a perder la
consciencia, así que los párpados de mis ojos volvieron a caer como
telones tras el final de un acto y me quedé allí tumbado esperando
a que mi fortuna tuviera un nuevo golpe de suerte.
Cuando
volví a recuperar la consciencia estaba en una cálida habitación
pintada de color crema con grandes ventanas y cortinas de un color
cremoso lechoso, a través de las cuales podía ver la colada de sus
propietarios siendo tendida sobre las cuerdas de metal al aire
mecidas por el viento y acompañadas por el movimiento de la verde
hierba. Cerré de nuevo los ojos, pero esta vez no me quedé dormido
ni perdí la consciencia, simplemente lo hice para deleitarme con el
tranquilizante olor de la lavanda a los pies de mi cama. Volví en mi
al sentir la presencia de alguien más en el dormitorio, y
efectivamente mis ojos no me engañaron, pues al otro lado de la
habitación unas diminutas manos jugaban con mi sombrero vaquero
poniéndoselo y quitándoselo de la cabeza cuando caía sobre su
frente y le cubría parcial o totalmente la visión.
Al
principio no sabía si lo que tenía delante de mis ojos era un niño
o una niña, pero cuando se quitó el sombrero y me miró
directamente a los ojos quedé prendado de su nostálgica mirada, del
color de sus iris, de la sonrisa de sus labios, y el corazón me dio
un vuelco, pues juro por dios que nunca en mi vida había visto una
niña más bonita que aquella muchacha que a los pies de mi cama
sostenía un ramo de flores de lavanda que posteriormente me ofreció
con sus mejores deseos.
- Señor. - Habló con lentitud, como si el tiempo y la medición de éste fueran de poca importancia en su boca y su vida. - ¿Es usted un cowboy de verdad?
Su
madre entró presta y veloz en la habitación y la regañó de
inmediato por coger mis pertenencias sin que le hubiese dado permiso
para hacerlo. Pero la pequeña niña hizo caso omiso de su enfado y
saltando de la silla como si fuera una pequeña rana fuera de su
charca corrió hasta mi cama y se colocó a mi lado para devolverme
el sombrero.
- Señor, ¿es usted uno de esos cowboys del viejo Oeste?
Confuso
miré a su madre.
- Perdónela. - Su madre volvió para colocarse a su lado, apoyar sus dedos sobre sus hombros y pedirle que se hiciera un lado para que dejara de molestarme. - Mi padre solía contarle antes de irse a dormir historias del viejo Oeste, de la tierra en donde nació, así que ella vive ensimismada en ese mundo creyendo que todo los hombres que llevan sombreros como el suyo son cowboys, buscadores de oro, cheyennes, malechores... Ya sabe, son cosas de niños.
No
pude evitar sonreír. Aunque fue un gesto que me hizo doler hasta el
último de mis músculos y huesos.
- Cuando sea mayor seré como Calamity Jane.
Y
me lo dijo con tanta seriedad que aunque hubiese querido dudar de su
palabra no habría podido hacerlo, así que le frote los cabellos y
me enamoré aún más de su inocente forma de ver el mundo.
- ¿Cómo te llamas? - Le pregunté casi de inmediato, como si el tiempo me apremiase y las palabras me quemasen la boca.
- Shally, señor. - Se distrajo un momento con la sombra de un ave sobrevolando por encima de la ventana. - Shally Northom.
Akasha
Valentine © 2014 Cartas a mi ciudad de Nashville. Todos los derechos
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