John
pensó que habría estado bien fingir y hacerle creer que a su lado
nunca tendría la necesidad de anhelar una vida mejor o extender sus
alas para ver con sus propios ojos nuevos horizontes aún sin
descubrir, pero el don de Shally era la capacidad de ver la mentira
en la boca de quien la evoca.
Ella
se levantó de la cama horas antes de que el sol asomara por el
horizonte y olvidó por completo que tenía que calzarse y cubrirse
los hombros con una gruesa chaqueta de lana para no tener frío.
Caminó descalza y obligó a sus ojos a acostumbrarse a la oscuridad
de la noche, sin encender un candil para alumbrar el camino que
llevaba desde la estancia hasta el pasillo. Omitió deslizar las
yemas de sus dedos sobre la mesilla de noche y así iluminar aquella
estancia que nunca reclamó como suya pero que a John le encantaba
decir que era de ambos pues así él lo había deseado. Un hombre de
su talante, con la experiencia de la vida marcada en sus arrugas y en
sus fatigados ojos no podía entender como se sentía Shally, porque
siempre la tenía presente como una dulce muñeca de trapo a la que
hay que cuidar y reparar cuando se rompe. Pero para ella la vida aún
no había comenzado, y mucho menos en aquel pequeño pueblo llamado
Buford, donde la asfixiante mentalidad de los nativos no le permitía
en ningún momento actuar de la manera que siempre deseaba sin ser
juzgada, golpeada por los más pequeños con sus afiladas piedras o
vapuleada por las bocas de los hombres y los brazos y manos de los
más jóvenes. Siendo siempre objeto de burla en la boca de mujeres
más jóvenes y fustigada con palabras mal sonantes oídas en los
labios de sus mayores las niñas hacían a su lado un corro y
cantaban canciones que la menospreciaban, pues nadie la entendía y
aquellos que intentaban conocerla a fondo sólo se limitaban a mirar
para un lado cuando algún gesto fuera de lo común les sorprendía o
les ruborizaba. John no era muy distinto a los demás, aunque se
esforzarse por intentar entenderla; ella admiraba su esfuerzo y
entrega, pero John seguía siendo esa clase de persona que vivía
acorde a su tiempo, atrapado en unas normas e ideales que no le
dejaban respirar el mismo aire que ella. Cuando los pies de Shally
comenzaron a bajar los escalones se dio la vuelta, pues creyó oír
las pisadas de su amante a sus espaldas, pero se equivocaba, así que
volvió la mirada hacia el frente y bajó uno a uno los escalones de
la casa. Corrió el pestillo de la puerta principal y extrajo la
llave de la cerradura. Tras asegurarse de que John seguía dormido
salió a la calle y se sentó en el primer escalón del pórtico,
donde se paró a mirar las estrellas que hacía mucho tiempo que no
veía. Le habló a la Luna, pues era su única amiga y confidente, y
la palma de la mano pintada pegó su dorso al cielo para que las
estrellas le concedieran su más anhelado deseo. Pero el sonido de la
puerta a sus espaldas la asustó, y pegó un pequeño brinco de que
un grito acompañó: no esperaba que John se hubiese despertado, pero
ahí estaba delante de ella.
La mitad del cuerpo desnudo al
descubierto, los ojos consumidos por la fatiga y el cansancio, y la
barba de varios días sin afeitar le daban un aspecto aún más
envejecido, pero es que la diferencia de edad era un hecho a tener en
cuenta. Shally sólo tenía veinte años, mientras que John estaba a
punto de alcanzar los cuarenta y dos. No quiso saber qué hacía, ni
tan siquiera se esforzó en preguntarle por qué se había levantando
de la cama; se sentó a su lado y se quedó con ella contemplando el
cielo nocturno, consciente de que algún día ella se iría de su
lado para siempre.
Akasha
Valentine © 2014 Cartas a mi ciudad de Nashville. Todos los derechos
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