Cuando
las manecillas del reloj se encontraron al filo de la medianoche, la
mente de John evocó a la remembranza y en
el único sueño que tuvo durante las escuetas horas que dura la
nocturnidad volvió a ver a su preciosa Shally, quizás más bonita
que nunca. Pues la recordó llena del
brillo y el color de la mañana, con los cabellos aún despeinados y
ladeados hacia el lado contrario de su forma natural, con
una taza blanca entre las manos y una pícara sonrisa adormecida por
la falta de sueño en los labios. Su larga y negra melena como un
cielo nocturno sin estrellas caía sin orden ni estructura sobre sus
hombros,
apoyando sus rizos sobre la misma camisa que él había lucido la
noche anterior cuando salieron a cenar. Pero a ella le quedaba de
manera extraordinaria, pues aunque las mangas le cubrían las manos y
su anchura no se adaptaba a sus curvas de mujer, fue en sus muslos
donde él
vio la gracia de la prenda, pues éstos
no quedaron del todo ocultos a su vista y sus blancas piernas
semicubiertas por su larga caída atrajeron
la atención de sus ojos, y
al alzarla un poco más se
percató
de su desnudo sexo que,
aunque tapado por la
ropa, seguía siendo alcanzable por
sus manos.
Ella
le sonrió
al ver como se aventuraba por sus muslos intentando llegar más
lejos, quizás con demasiado entusiasmo, pues su varonil miembro ya
se alzaba en el aire como un mástil sin bandera, y aunque no lo vio
directamente con sus propios ojos, sí
pudo percibirlo por la tirantez del pantalón del pijama. Aunque
podía haberle dicho algo guardó
silencio y siguió contemplando el amanecer al pie de la ventana, con
los dedos sujetando la persiana horizontal de madera pintada de
blanco dejando pasar así los primeros rayos del sol que habían
comenzado a calentar la arena de la playa.
John
se levantó de inmediato y no pudo evitar rodearla con sus brazos y
besar su cabeza con sus labios, imitando una bucólica imagen de una
película romántica de
Hollywoood en la que dos
supuestos enamorados
como ellos contemplan juntos el amanecer.
Rápidamente
un pensamiento de quietud
llenó su cabeza de una sensación de euforia que quiso compartir de
inmediato con ella, pues le
gustó
esa sensación de tranquilidad, sin faltas de preocupación que
su amor de la infancia le trasmitía. Pero Shally no era esa clase de
mujer a la que las manos le están
quietas: de pronto la
vio dejando la taza sobre la mesilla de noche y volviendo a sus
brazos. Le
rodeó
por el cuello y le obligó
a besarla con una pasión desmedida donde los sofocos dan paso a los
gemidos, donde las lenguas se unen con fervor
y luchan entre sí para llegar más lejos en el interior de la
garganta de su contrario, y es que pocas mujeres como ella eran
capaces de hacerle sentir tan hombre y excitado como Shally, porque
cuando le besaba a su vez le tocaba, y sus yemas ascendían y
descendían entre su vientre y su masculino sexo, provocando que un
millón de mariposas imaginarias revoloteasen en su interior y su
necesidad creciese fervientemente mientras la levantaba del suelo y
sus piernas quedaban en el aire hasta que finalmente las apoyaba
sobre sus caderas y la empujaba contra la pared o la ventana sin
despegar su boca de sus labios.
Akasha
Valentine © 2014 Cartas a mi ciudad de Nashville. Todos los derechos
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