Por
qué será que los sueños y vidas de otros nos parecen más
brillantes que los que uno porta durante toda su vida y los hace como
propios con el paso de los días. Mirándola a ella, con la espalda
al descubierto y la cremallera de su vestido bajada a la altura de su
cintura, caí de bruces en aquella conclusión, un golpe de efecto
que atolondró a mis sentidos y me sacudió hasta el último
centímetro de mi piel. Mi dubitativa mano trazó la línea que
separaba su ropa de la piel, y en un abrir y cerrar de ojos con mi
palma ya rodeando su cintura y su senos apoyados contra mi torso, nos
dimos cuenta de que nuestras bocas casi se estaban tocando y
comenzamos a exhalar pequeños suspiros que nos ayudaron a acortar la
distancia que existía entre el aire y nuestros labios. Su
embriagador aroma me cautivó, danzando en la punta de mi nariz sólo
para mí, ayudándome a entrar en un trance del cual no deseaba
salir. Sus largos cabellos rasparon el mentón de mi cara como si lo
hubiese hecho con las yemas de sus dedos, y al instante dejé caer
mis párpados como telones al final de una obra para saborear el
mágico momento en el que ella se apegó con más fuerza contra mi
cuerpo.
Mi
ruda mano levantó el mentón de su pálida piel y su ligero y
pequeño rostro, tan bonito y pulido como el de una muñeca de
porcelana recién fabricada, me observó con el semblante asombrado
en la confusión que marcaban los iris de sus ojos, y mucho antes de
que pudiera articular palabra alguna mi lengua ya se había abierto
paso a través de su boca y sin descanso se movía en su interior
saboreando su paladar, obligándome a llevármela con más fuerza
contra mi cuerpo, pegándola contra mí mismo evitando de esta manera
que pudiera emprender el vuelo de aquella tosca y e inmunda
habitación donde nuestros sueños aún sin gestar estaban naciendo
al pie de un colchón humedecido por el agua y desinfectante que una
limpiadora común había empleado en su limpieza horas antes.
No
quería, ni mucho menos me satisfizo, la idea de venderle a aquella
preciosa mujer un sueño de una noche de verano al pie de una colina
con falsas promesas que nunca cumpliría, por eso cuando ella se
apartó de mí para tomar aire y enredar sus dedos sobre los pliegues
de su vestido le hablé de la realidad, con serias palabras, pero al
fin y al cabo le dije la verdad.
Se
rio de mí casi de inmediato. Vaquero, me llamó de nuevo por mi
acento tejano. Me explicó de inmediato que ella no buscaba una
relación a largo plazo, ya que la tenía en su casa, con un hombre
tosco y rudo, de pocos modales y mucho menos devoto y fiel al
matrimonio. Lo único que quería era sentirse deseada entre las
caderas de un hombre que no supiera su nombre y mucho menos le
importase su vida unas horas después de que la hubiera deshojado a
voluntad.
Siendo
así su idea del amor pasajero acepté su petición de ser ese hombre
al que las mujeres sólo quieren por una cosa, y mi mano se aferró a
uno de sus senos, sus piernas a mi cadera y mi boca tomó de ella
todos los besos que le hubiera regalado a cualquiera que se le
hubiese ofrecido. Dejé puesto en ella sus zapatos y ropa interior,
aún me estaba deleitando con sus besos y ya habría tiempo de
deshacerme de aquello que me estorbase cuando llegase el momento. Por
ahora estaba bien con lo que tenía entre manos. Su propia humedad
bañó sus bragas y sus pezones erizados salpicaron los encajes de su
ropa interior. Mi verga estaba tan excitada que exclamé su nombre en
pos de una liberación inmediata. Y así fue como aquella linda
muñeca se hizo eco de mi súplica y resbaló sus dedos a través de
la cremallera de mi pantalón y fue directa a por mi sexo erguido,
quién a gritos pedía toda su atención.
Akasha Valentine © 2014 Cartas a mi ciudad de Nashville. Todos los derechos reservados.