El
bolígrafo se movió entre sus dedos girando en un único sentido con
extrema rapidez. Su cerebro era un hervidero de ideas, pensamientos
que iban y venían sin detenerse un solo instante, y por un momento
pensó que el aliento se le iba a quedar entrecortado entre su
garganta y su boca. La herramienta de escritura cesó de dar vueltas
y la dejó sobre la mesa de manera apresurada, para llevarse las
puntas de los dedos contra la cara y el el dorso contra su rostro.
Expulsó el aire que aún contenían sus pulmones y meditó
brevemente la siguiente frase del párrafo que, aún incompleta,
esperaba ser garabateada al pie de la línea en blanco del folio.
Reclinó
su espalda contra la firme silla sobre la que estaba sentado. Las
palabras que deseaba plasmar en el papel no venían a su memoria así
que, ansioso por hacerse con ellas lo antes posible, no levantó la
vista de las anteriores líneas que ya habían sido escritas y
revisadas cientos de veces mientras que con las yemas de sus dedos
rebuscaba su paquete de cigarrillos negros. Sus párpados cayeron
sobre sus ojos como telones y sintió el cansancio y la fatiga en
cada una de sus extremidades. No necesitó mirar su reloj de muñeca
para descubrir lo tarde que era, pues él ya lo sabía; se sintió
algo mareado al instante, así que decidió dejar a un lado aquel
pensamiento funesto y se levantó de la silla para tomar algo de aire
fresco.
Al
abrir la puerta del motel donde se alojaba descubrió que la
oscuridad ya engullía más de la mitad del aparcamiento donde su
vehículo llevaba estacionado varios días, y no esperaba moverlo del
lugar al menos durante unos cuantos días más. Encendió su
cigarrillo y se lo fumó escuchando el canto de los grillos, y a la
cabeza le volvió el apellido Northom, como si no pudiese deshacerse
de él ni un sólo instante. La vida y las hazañas de aquellas
mujeres le eran tan irresistiblemente atractivas como dos imanes
opuestos que no pueden evitar atraerse. La primera vez que había
oído hablar del apellido Northom fue a través de su bisabuela
Mariam, quien decía de ellas que no eran de fiar, demasiado
liberales para su época, brujas que hechizaban a hombres casados y
los apartaban de sus castas vidas y del buen camino del señor, pero
sobre todo solía repetir sin cesar: son viles y letales asesinas
cuando alguien intenta interponerse entre ellas y sus sueños y
proyectos. No lo olvides nunca.
Su
abuela seguía con la misma retahíla que su bisabuela, cuando ésta
acababa de hablar.
- Recuerdalo siempre, pequeño Jonatham Junior. La primera Northom fue una asesina. Y al instante escupía en el suelo como si con aquel gesto pudiera ahuyentar los malos augurios. - Y una mujer como ella debería haber sido ahorcada y sepultada en suelo no consagrado, con la cabeza cortada y metida entre sus piernas para que su espíritu nos dejase tranquilos. Si se hubiese hecho justicia, las Northom no seguirían estando vivas, y su nombre no sería un lastre en las vidas de quienes las conocimos. - Y siempre acababa gritando: - ¡Muerte a las Northom, muerte a las brujas, que las ahorquen a todas y que el diablo se las lleve al infierno para quemarlas en la eterna hoguera!
Akasha
Valentine © 2014 Cartas a mi ciudad de Nashville. Todos los derechos
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