Mis
ojos cayeron sobre su cuerpo y pude ver como su boca se entreabría
de inmediato para recibir a mi sexo. Fue una rápida actuación por
su parte, la de abrirse paso a través de mis vaqueros y calzoncillos
y sacar de esa cárcel de tela a mi hinchada verga que solicitaba sin
palabra alguna las atenciones de la dama. Con sumo cuidado alcé su
rostro y en sus ojos vi la determinación, así que si ella no tenía
duda alguna de lo que estaba dispuesta a hacerme yo tampoco buscaría
el valor necesario para impedirle seguir adelante.
El
calor de la punta de su lengua fue como un torbellino de sensaciones,
su saliva actuaba como un lubricante y cuanto más la lamía, más
control sobre mí mismo tenía que ejercer para no perder los papeles
y dejarme llevar por la fuerza del instinto primario que no atiende a
razones y que se olvida de que a veces debemos disfrutar del momento
para sentir el gozo con mayor deleite. Ni tan siquiera sabía su
nombre, y aunque se lo hubiese querido preguntar no me hubiese podido
responder debido a que su boca estaba demasiado ocupada con otra
parte de mi anatomía en ese preciso instante. Creo que fue un gesto
cruel por mi parte no saber cómo entonar debidamente cada vocal y
consonante de su apelativo en mis labios, así que en mi mente la
llamé por distintos nombres, todos ellos ajustados a su perfecta
imagen.
Apoyé
la cabeza contra la pared, cerré los ojos, ¿pues qué otra cosa
podía hacer? Con sólo unos pequeños movimientos al cielo me hacía
llegar, y por un instante creí que podía ser mía, sólo para mí,
una mujer capaz de atarme a un lugar como aquel donde podría vivir
sin añorar la esencia de los paisajes, el aire de las montañas en
mis pulmones, el amargo sabor que deja la tierra cuando te caes de
bruces contra el suelo en un rodeo. Oímos una voz quejándose en la
habitación de al lado porque la radio no funcionaba como era debido,
y el hechizo se hizo pedazos. Volver a la realidad fue como darse un
baño de agua fría a diez grados bajo cero, pero no nos quedaba más
remedio que aceptar que el lugar al que la había llevado no era el
más apropiado para un encuentro como el nuestro.
Hablé,
pero me dijo que nada le importaba ya, sólo quería que la hiciese
mía, nada más. Y yo me lo tomé cómo una petición que no podía
eludir así que, sin haberme quedado del todo satisfecho, levanté a
la señorita del suelo y con cuidado la dejé sobre el catre mientras
me quitaba la molesta ropa que entorpecía mis movimientos y no me
dejaba ir más allá del cumplimiento moral que entre ambos se había
gestado.
Me
coloqué a su lado y la besé. Fue un largo beso, profundo y rudo,
tal y como ella esperaba que lo hiciera; le di pequeños mordiscos
con los dientes tirando de sus carnosos labios, teniendo el
suficiente cuidado de no herirla ni hacerle daño. Pero cuando más
pronunciaba, más vacías me parecían esas sensaciones que sobre el
corazón quedan y de recuerdos llenan nuestra mente.
Es
fácil perderse en los brazos de mujeres que como ella sólo buscan
vivir una aventura pasajera. Esas damas a las que sólo rememoro de
vez en cuando y que elijo aleatoriamente en mis recuerdos se vuelven
más temprano que tarde confusas y borrosas y sólo dejan tras de sí
una amarga ilusión que siempre prometo no repetir, pero sin darme
cuenta vuelvo a caer cuando en la añoranza acabo siguiendo las
huellas del pasado y torpemente me topo con ellas otras vez, con
distintos nombres, caras, vidas, pero en definitiva todas iguales.
Akasha
Valentine © 2014 Cartas a mi ciudad de Nashville. Todos los derechos
reservados.
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