Su
mano quedó tendida en el aire, sumida entre la duda y la
incertidumbre, en un gesto que resultó ser descorazonador para
ambos, pues yo jamás he influenciado a nadie en la toma de
decisiones, ni para bien ni para mal, simplemente me mantengo
apartado, esperando pacientemente a que cada uno elija su propio
camino. Así vivo mi presente, y nunca me veo obligado a rememorar en
mi cabeza el pasado imaginado que hubiese sucedido si mi decisión
hubiese sido contraria a la que en aquel momento decidí tomar. Pero
vi en su cara esa expresión que tantas veces había contemplado, y
al tenerla tan cerca de mí sentí una fuerte debilidad por tomar sus
dudas como mías, pues vi en sus ojos la expresión de mi madre en
aquella tarde de Lunes cuando sus manos entrelazadas sostenían el
peso de su cabeza, y sus codos anclados a la vieja mesa de madera
reforzaban los pilares de la duda que caía de forma estrepitosa
sobre sus cabellos apartándola de la vista de quien la miraba.
Unos
ojos azarosos y bucólicos se debatían entre la vida familiar y una
existencia alejada de su propio hogar. Al pie de la silla donde
estaba sentada había una maleta con un número escaso de
pertenencias, cuyas prendas salían por los lados como si las prisas
la hubiesen obligado a tomar una decisión repentina y poco meditada
en el interior de su cabeza. Sobre la mesa había un único vaso de
agua: medio vacío, medio lleno, una alegoría que más tarde se
convertiría en el pilar de mi vida. Recuerdo a mi madre sumida en
tal trance que ni tan siquiera se percató de mi presencia. No alzó
la vista del vaso, ni tan siquiera se recogió sus cabellos para
verme a través de ellos. Nada. No hizo ni un sólo movimiento para
encontrarse con mi pequeño rostro de cuatro años que no cesaba de
mirar fascinado y a su vez confuso aquella extraña y bucólica
escena en la que se estaba debatiendo un asunto de vital importancia.
En
algún momento comprendido entre el segundo y un par de horas, lo
dudo, lo desconozco, el tiempo que permanecimos quietos los dos como
simples estatuas mirando al infinito sin ver nada, mi madre se
levantó de la mesa, tomó la única maleta que teníamos y aceleró
el paso para alcanzar el umbral de la puerta antes de que mi padre y
mi abuelo regresasen. Al pasar por mi lado lo único que hizo fue
pasar las yemas de sus dedos entre mis cabellos, y de alguna forma
sentí la descarga de su dolor recorrer cada centímetro de piel,
carne y huesos, y esa fue la última vez que supe de ella, pues nunca
más volví a decir su nombre en presencia de nadie, y sólo la
nombre una vez en sueños en la edad adulta, una mañana de verano en
la que el calor era tan sofocante que mi piel ardía y aquel recuerdo
volvió a mí como si los años no se hubiesen interpuesto entre
aquel momento y mi yo del presente.
Esperé
por cortesía un tiempo prudencial, pero no iba a hacerlo de forma
permanente, así que al final tomé mi propia decisión, y era la de
irme de aquel lugar en busca de un futuro mejor, pero en cuanto me di
la vuelta, los brazos de ella me rodearon, y sus senos quedaron
pegados contra mi pecho, y de nuevo reavivó el deseo que había
logrado contener a duras penas.
- Quédate conmigo, vaquero. - Me dijo con un tono de voz cargado de miedos.
Atendí
su ruego. Pero la única verdad que yo podía ofrecerle era la de
hacerle ver que los sueños que viven en modestos moteles no son
dulces ni agradables, sólo son simples heridas que cicatrizan sin
llegar a dejar una gran marca del todo visible en el corazón de
quien las porta.
Akasha
Valentine © 2014 Cartas a mi ciudad de Nashville. Todos los derechos
reservados.
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